martes, 17 de febrero de 2009

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Romance de la condesita
Grandes guerras se publican en la tierra y en el mar, y al conde Flores le nombran por capitán general. Lloraba la condesita, no se puede consolar; acaban de ser casados, y se tienen que apartar: —¿Cuántos días, cuántos meses, piensas estar por allá? —Deja los meses, condesa, por años debes contar; si a los tres años no vuelvo, viuda te puedes llamar.
Pasan los tres y los cuatro, nuevas del conde no hay; ojos de la condesita no cesaban de llorar. Un día estando a la mesa, su padre le empieza a hablar: —Cartas del conde no llegan, nueva vida tomarás; condes y duques te piden, te debes, hija, casar. —Carta en mi corazón tengo que don Flores vivo está. No lo quiera Dios del cielo que yo me vuelva a casar. Dame licencia, mi padre, para ir el Conde a buscar. —La licencia tienes, hija, mi bendición además.
Se retiró a su aposento llora que te llorarás; se quitó medias de seda, de lana las fue a calzar; dejó zapatos de raso, los puso de cordobán; un brial de seda verde, que valía una ciudad, y encima del brial puso un hábito de sayal; esportilla de romera sobre el hombro se echó atrás; cogió el bordón en la mano, y se fue a peregrinar.
Anduvo siete reinados, morería y cristiandad; anduvo por mar y tierra, no pudo al conde encontrar; que ya no puede andar más. Subió a un puerto, miró al valle, un castillo vio asomar: —Si aquel castillo es de moros, allí me cautivarán; mas si es de buenos cristianos, ellos me han de remediar. Y bajando unos pinares, gran vacada fue a encontrar: —Vaquerito, vaquerito, te quería preguntar ¿de quién llevas tantas vacas todas de un hierro y señal? —Del conde Flores, romera, que en aquel castillo está. —Vaquerito, vaquerito, más te quiero preguntar del conde Flores tu amo, ¿cómo vive por acá? —De la guerra llegó rico; mañana se va a casar, ya están muertas las gallinas y están amasando el pan, muchas gentes convidadas, de lejos llegando van. —Vaquerito, vaquerito, por la Santa Trinidad, por el camino más corto me has de encaminar allá.
Jornada de todo un día, en medio la hubo de andar; llegada frente al castillo, con don Flores fue a encontrar, y arriba vio estar la novia en un alto ventanal.
—Dame limosna, buen conde, por Dios y su caridad. —¡Oh, qué ojos de romera en mi vida lo vi tal! —Sí los habrás visto, conde, si en Sevilla estado has. —La romera ¿es de Sevilla? ¿Qué se cuenta por allá? —Del conde Flores, señor, poco bien y mucho mal. Echó la mano al bolsillo, un real de plata la da. —Para tan grande señor, poca limosna es un real. —Pues pida la romerica, que lo que pida tendrá. —Yo pido ese anillo de oro que en tu dedo chico está. Abrióse de arriba abajo el hábito de sayal: —¿No me conoces, buen conde? Mira si conocerás el brial de seda verde que me diste al desposar. Al mirarla en aquel traje cayóse el conde hacia atrás. Ni con agua ni con vino no lo pueden recordar, si no con palabras dulces que la romera le da. La novia bajó llorando al ver al conde mortal; y abrazado a la romera se lo ha venido a encontrar. —Malas mañas sacas, conde, no las podrás olvidar; que en viendo una buena moza, luego la vas a abrazar. Mal haya, la romerica quién te trajo para acá. —No la maldiga ninguno que es mi mujer natural. Con ella vuelvo a mi tierra; adiós, señores, quedad; quédese con Dios la novia, vestidica y sin casar que los amores primeros son muy malos de olvidar.

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